Bogotá es un sueño de ciudad inconcluso. Un juego
inmemorial de piezas intercambiables: construcciones que se destruyen y se
levantan desenfrenadamente, sin cálculo, casi sin respeto. Una ciudad en la que
“el norte daba risa, el centro daba miedo y el sur daba lástima”, como dijo
alguna vez el arquitecto Rogelio Salmona.
Destruida una y mil veces en nombre de un falso
progreso, Bogotá fue y ha sido siempre una ciudad de ensayo y error. Barro
y madera, concreto y vidrio se han entremezclado a través del tiempo para
formular un proyecto fallido de ciudad habitable. Ciudad que sigue siendo
aspiración, apenas ensueño.
En el libro Bogotá: de la devastación a la
esperanza, lanzado por la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá y la
organización Pedro Gómez y CIA., se cuenta, a través de fotografías
demoledoras, la mala fortuna que sufrieron buena parte nuestros monumentos
coloniales y republicanos. Y, en la mayoría de los casos, los monstruos que hoy
los reemplazan.
“La demolición es el infarto que mata instantáneamente.
Es la trombosis que liquida la existencia en minutos y aún en segundos. El
deterioro urbano es el cáncer que mata la ciudad con lentitud exasperante”,
escribe Alfredo Iriarte con el mismo tono indignado que recorre cada página del
libro.
Con la revolución de 1861, los claustros de los
tiempos coloniales en Bogotá (el convento de Santo Domingo –hoy el edificio
Murillo Toro–, San Agustín, el Carmen, Santa Clara, etc.) fueron
expropiados o demolidos con la misma rabia arrasadora con que unos años más tarde
acabarían con los hoteles lujosos y los grandes teatros. Pasó lo mismo con las
ermitas y las iglesias parroquiales.
Esos espacios hoy tendrían no solo el atractivo de
su arquitectura cuadrangular y sencilla, reposada, sino que representarían un
pulmón, un espacio abierto entre la multitud de edificaciones que se alzan cada
tanto entre líneas. Hoy en día solo nos quedan cinco de estas estructuras
religiosas.
La carrera décima
Con la construcción de la carrera décima (mal
llamada la carrera de la modernidad), que surgió como un trazo dictatorial que
no respetaría nada, ni la monumental iglesia de Santa Inés ni mucho menos el
mercado de la Concepción, Bogotá entró en un periodo de negación de un pasado
notable de arquitectura colonial y republicana.
Hoy, la décima es una arteria rígida, una
fantasmagoría sin ningún progreso. No hay modernidad visible entre sus calles
renegridas. Es una cicatriz de cemento y comercio indiscriminado.
En otras ciudades, como México, las vías nacientes,
cuando se enfrentan con un lugar monumental, eligen la circunvalación del bien
histórico. Aquí se optó, sin mayores reparos, por atravesar una línea recta que
tumbara sin reversa todo lo que se encontrara en el camino.
Nada queda ya de la avenida Colón, de su amplitud y
sus faroles. Nos quedamos para siempre con la ausencia, con las nostalgia de
una Gran Calle –como la Quinta Avenida en Nueva York o Champs Élysées en París–
que regulara la ciudad como lo haría el gran río que ya nunca tendremos.
El ‘Bogotazo’
En ese entonces, en 1947, todavía el urbanismo no
existía como disciplina, como modelo de ordenación social. En la asonada del 9
de abril, los incendios afectaron 30 manzanas: edificios como el del Palacio de
Justicia, el Palacio Arzobispal, el Ministerio de Gobierno, el de Hacienda, y
lugares como el Hotel Regina y el Hotel Atlántico quedaron reducidos a cenizas.
Desde ese día nuestro paisaje no volvió a ser nunca más el mismo.
En un área de oportunidad, los inversionistas
aprovecharon el momento para edificar sin control. Fue allí, en ese entonces,
cuando empezaron las construcciones verticales, la sobredensificación del
espacio del centro histórico que cada vez pierde más de su pasado.
Con tanto espacio libre y sin ningún plan, la
ciudad estaba perdida, puesta en manos de los devastadores.
La frase de Nicolás Gómez Dávila, adquiere entonces
toda su luz. “El moderno destruye más cuando construye que cuando destruye”.
La fractura del centro histórico que sobrevino con
el ‘Bogotazo’, sumada al problema de la migración campesina
de los años cincuenta, intensificaron la necesidad de formular un plan piloto y
un plan regulador, en ese entonces (1949) liderado por el afamado arquitecto Le
Corbusier. De padres relojeros, Le Corbusier tenía en mente esa mecánica de las
ciudades precisas, esa necesidad de imponer una geometría al caos y al
crecimiento desordenado.
Un idea que excedía el momento que vivía la ciudad.
Resignado ante los obstáculos permanentes, Le Corbusier escribió: “Bogotá
seguirá pateando su mediocre destino”.
Si hacemos un esfuerzo sobrenatural e imaginamos lo
que pudo ser, olvidamos por un momento los amasijos que reemplazaron aquellas
maravillas arquitectónicas, tal vez entendamos que la ciudad que perdimos la
seguimos devastando.
Pero también que nuestros problemas son tan grandes
como nuestras responsabilidades al futuro.
Nada puede ser fugaz. El urbanismo, tiene que estar
en constante fuga hacia otras artes, otras disciplinas: la música, la política.
Pero si no, al menos debe estar al servicio de un exterior palpable, de un
espacio público mejor. O si finalmente se decide que tampoco, que sus fines son
privados, los resultados no deben ser otra cosa que una estructura humanizante.
Restaurar para incorporar el pasado
Ante tanto ensañamiento, tanto vandalismo consciente,
quedan sin embargo asomos de buena voluntad: intervenciones de lugares
deteriorados por completo dejan abierta la discusión sobre la posibilidad de
construir ciudad incorporando el pasado; es el caso del antiguo matadero
Aduanilla de Paiba, convertido hoy en un centro cultural de la Universidad
Distrital abierto al público.
El teatro Faenza, lugar de proyección de películas
de cine más antiguo de Bogotá, convertido con el tiempo en un lugar para ver
películas pornográficas, fue salvado por la Universidad Central que decidió
adquirirlo para restaurarlo.
Otro ejemplo es el palacio España, casa de un
millonario y luego un inquilinato, ahora transformado en un gran hotel.
Todas estas intervenciones, van dando las pistas
para futuras restauraciones.
SANTIAGO
GÓMEZ LEMA
Redactor
de EL TIEMPO